Había una vez un joven granjero llamado Arturo.
Todas las mañanas, Arturo se levantaba a las cinco de la mañana, cuando el gallo aún estaba quitándose las legañas, y armado de un cántaro y un taburete se dedicaba a ordeñar a sus vacas. El sol salía, el gallo cantaba y Arturo seguía ordeñando, acompañado por el monótono soniquete del chorro de leche cayendo en el cántaro.
Al día siguiente, lo mismo.
Y al otro.
Y al otro, también.
No puede decirse que Arturo tuviese una vida aventurera. Desde luego, casi nadie afirmaría algo así. Alguien podría sugerir que quizá a Arturo disfrutaba de esa tranquilidad que da el saber qué te va a deparar el día siguiente, o quizá fuese el gusto por las cosas sencillas y el contacto con la naturaleza.
La verdad, sin embargo, es que Arturo se aburría un cojón.
Como suele pasar cuando tienes mucho tiempo para pensar y te aburres, Arturo a menudo pensaba cosas que cualquiera tildaría de locuras. Más aún, muchos dirían directamente que las ideas que pasaban por la cabeza de Arturo en sus largos ratos en el establo de las vacas eran auténticas gilipolleces.
A Arturo le hacían gracia.
Un día se le ocurrió a Arturo una idea francamente absurda, y como no podía ser de otra manera, decidió ponerla en práctica.
Al día siguiente, Arturo se presentó en el establo con su taburete y no con uno, sino con cuatro cántaros. Metódicamente, se sentó frente a cada una de las vacas y ordeñando sólo su ubre delantera izquierda, llenó el primer cántaro. Luego repitió la operación con la ubre delantera derecha. Luego le tocó a la ubre trasera izquierda. Y finalmente fue el turno de la ubre trasera derecha. Luego volvió a casa con los cántaros.
Con gran cuidado, Arturo hirvió la leche de cada uno de los cántaros por separado, y la envasó en unos pequeños botellines de medio litro, teniendo cuidado de no mezclar los botellines de distintas ubres. Después los etiquetó:
Leche A, Revitalizante,
Leche B, Relajante,
Leche C, Mejora Tus Defensas y
Leche D, Cuida Tu Equilibrio Intestinal, bajo el vistoso logotipo que había diseñado:
ARTURMILK. Finalmente, cargó los botellines en su furgoneta y los vendió en una tienda de productos orgánicos y naturales a un precio diez veces superior a lo que solía venderla en la tienda del pueblo.
Esa misma tarde sonó el teléfono. Al parecer se habían acabado los botellines ya, y los de la tienda querían saber si podía proporcionarles más leche terapéutica. A partir de ahí, ya todo vino rodado. Con el dinero, Arturo compró una máquina de ordeñar, y luego compró más vacas. Luego, por qué no, compró un toro semental y decidió que no aparearía sus vacas con vacas de fuera. "Quién sabe", pensó, "quedará bien en la publicidad la mención a la ganadería selecta". E hizo mucha publicidad de sus diferentes variedades de leche terapéutica, de cómo en la India se sabía desde antiguo que la leche de cada ubre tenía propiedades singulares, y de los beneficios que
ARTURMILK proporcionaba a la salud de grandes y pequeños.
Y gracias a esa idea absurda, que cualquier otra persona hubiese tildado de gilipollez, Arturo se hizo millonario.
Y es que Arturo, por mucho que pensase gilipolleces, no era en absoluto gilipollas. No, para nada.
Gilipollas, lo que se dice gilipollas, eran los otros.
Besitos...
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